Una de miedo.
Yo tuve una lomo que perdí en Winnipeg (una lomo
no se pierde en cualquier sitio) Se fueron con ella las fotos de recuerdo de un
viaje terrorífico e irrepetible.
Mi estancia coincidió con los Juegos Panamericanos de 1999 lo que animó la
ciudad extraordinariamente con la visita de atletas de aquel continente.
En Winnipeg vivía un viejo amigo que me introdujo en su círculo de
amistades. Gente de las mas diversas procedencias, con una peripecia vital
nunca del todo clara, siempre inquietante (no acaba uno en Winnipeg así como
así).
Mi amigo ya no vive en Manitoba. Pero lo que realmente hace irrepetible
este viaje no es él o los Juegos sino la certeza de que no volveré allí ni
muerto.
66 picaduras de mosquito llegué a contar sobre mi dolorida piel. Y eso que
habían fumigado la ciudad por aquello de los Juegos.
Los winnipeggians, aquellas criaturas de procedencia extraña, me rodeaban
en los jardines de sus casas de unos bastoncillos que ardían como el incienso.
Un rito que solo servía para aumentar mi angustía y en ningún caso para repeler
al maligno mosquito canadiense.
Ya el primer día amanecí con un ojo a la virulé. El doctor me recomendó
Muscol, un líquido pegajoso con el que cada mañana rociaba todo mi cuerpo. Esto
no alejaba de mi los mosquitos pero si a cualquier ser humano, atleta o no, que
hubiera podido sentirse atraido por mi.
Estas fotos no son de Winnipeg pero las hice con mi lomo. Aquella
maravillosa cámara que se quedó en Winnipeg seguramente para no prolongar mi
dolor con sus recuerdos.